José Linares

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No hay culpables: hay responsables. La lectura escolar atraviesa por un momento crítico cuyas causas deben empezar a ser analizadas una por una. Una buena biblioteca puede ser el inicio del éxito pensando a futuro.

Por Gianfranco Hereña

Suena la campana y el espíritu de los niños huye por la puerta principal. Sin ellos, el colegio pierde su esencia y queda algo parecido a una ciudad fantasma; anotaciones en la pizarra, virutas de lápiz tajadas a la mala y un discreto pero agobiante olor a plumón, capaz de adormecer la mente de cualquier maestro cuyo tiempo deberá transcurrir en un silencio incómodo, apenas interrumpido por el ir y venir de los sobrevivientes que van en busca de un café en la sala común.

Nada va a cambiar en lo que quede del día, pienso. Decido ir a la biblioteca motivado por un sentimiento de individualidad; no importa la época, los libros (y su bibliotecaria) duermen el sueño de los justos durante todo el año. Nadie se asoma por ahí, salvo el personal de limpieza, quienes tienen la encomiable misión de liberarla de toda clase de ácaros, pulgas y otros bichos solo posibles en un espacio tan deshabitado como ese.

Me divierte quedarme horas ahí, hurgando entre folletines  y uno que otro clásico. Lo mejor son los anuarios, revistas de papel couché que el tiempo ha convertido en depósitos de polvo donde todavía se pueden ver las fotos de algunos alumnos que ahora son célebres personajes del espectáculo o la política. Ahí yacen en pantalones cortos, indefensos, todavía sin saber en lo que se convertirían años después.

Puede que sea el único que vaya a la biblioteca con regularidad. Por eso me sorprendió encontrarlo ahí, oculto entre un montón de libros apiñados en un pupitre de madera.  Se trataba de un niño. Calculo que de unos doce o trece años. Llevaba el rostro desdibujado por alguna tragedia personal; quizás alguna tarea de última hora, el recado de algún profesor o simples ganas de no volver a casa en el tiempo indicado. Permanecí callado un momento, dudando si acercarme o no. Tras hacerle un par de bromas acerca de la prominente panza del director y los ronquidos de la bibliotecaria, me confesó que el culpable de su desdicha era el profesor de literatura.

Desde que entré al colegio la presencia del susodicho maestro me ha resultado intimidante. Lo he visto subir y bajar escaleras del salón de fotocopias, con los dedos llenos de tinta, calculando en su reloj el tiempo justo para entrar a su clase. También lo he visto entrar a la sala de profesores con un maletín enorme que intuyo va cargado de libros. Porque el profesor de literatura tiene unas gafas enormes, el porte de un intelectual hecho a la antigua. Sus ojeras solo eran concebibles, en mi mundo, como el resultado de noches de desvelo leyendo esos libros gordos y llenos de palabras difíciles. Bromeé de eso con el muchacho, quien siguió su descargo.

Había pasado las dos últimas horas ahí, perjudicado por una rinitis alérgica que lo había mantenido moqueando casi todo el tiempo. Ése era el castigo por no haber cumplido con la tarea que era llevar un libro que les gustara y él, en cambio, lo atrapó leyendo un cómic, motivo suficiente para encerrarlo en ese lugar donde estaban las obras pontificadas que sí merecían llamarse libros.

– Me mandó a buscar esto– dijo mostrándome un ejemplar de “Cien años de soledad”.

Era un ejemplar destartalado, con las hojas enmohecidas y cubierto por una gruesa capa de polvo. Visto así, incluso esa magistral obra de García Márquez resultaba nauseabunda.  Leer por imposición implica de antemano generar un el prejuicio de la lectura como castigo. Una salida medieval para todos aquellos docentes que se precien de incitar a abrir libros siendo ellos quienes se encargan de cerrar, en algunos casos para siempre, la puerta de entrada al mundo de la lectura en la etapa escolar.

Es probable que ese niño, lejos de leer las aventuras de Arcadios y Aurelianos, termine relacionando a la lectura con la incomodidad y el fastidio de esa cueva mal llamada biblioteca, donde los ejemplares parecen extraídos de un catálogo comprado al peso en las librerías de viejo de Quilca ( y ni aún así, ya que siendo minucioso en estos lugares pueden encontrarse verdaderas joyas a precio bastante aceptable).

¿Quién era en realidad el profesor de literatura? ¿A qué denominaba buena o mala literatura? ¿Qué tanta preocupación había por parte del colegio en invertir dinero en un lugar cómodo para leer? preguntas que trataré de responder a lo largo de todo este tiempo en esta columna.

Sobre el autor:

(Lima, 1990) Licenciado en Comunicación de la Universidad de Lima. Fue profesor del Taller de Literatura y Periodismo en el Colegio Pío XII por dos años consecutivos en los que dirigió y editó la revista “Garabatos”. Actualmente es director de la web «El buen librero», docente de “Comunicación y comprensión lectora” del Instituto Wernher Von Braun y miembro del comité editorial de la revista literaria “Un vicio absurdo” (Universidad de Lima). También es colaborador de la Red Literaria Peruana, agrupación a la que representó en el Encuentro Nacional de Cultura (Cuzco, 2013).

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