El Perú acaba de inaugurar un aeropuerto moderno, amplio, con tecnología de punta y ambiciones internacionales. El nuevo Jorge Chávez es, sin duda, una obra relevante que nos posiciona mejor en el mapa de los grandes flujos turísticos y logísticos del siglo XXI. Pero más allá de su escala e infraestructura, su puesta en marcha ha evidenciado una vez más las falencias de un Estado que muchas veces toma decisiones clave dejando de lado criterios de planificación estratégica.
Uno de los ejemplos más claros es el abandono del antiguo terminal aéreo. El edificio, plenamente operativo hasta hace unas semanas, ha sido cerrado sin que exista una razón técnica de peso que lo justifique. La decisión de no utilizarlo para vuelos nacionales no se basa en estudios actualizados o en criterios de eficiencia, sino en una resolución política tomada en 2021 por el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), durante una de las gestiones más cuestionadas de nuestra historia reciente.
En ese momento, la empresa concesionaria Lima Airport Partners (LAP) propuso operar con dos terminales: el nuevo para vuelos internacionales, y el anterior para los vuelos domésticos, que representan más del 60 % del tráfico aéreo nacional. El planteamiento no solo era razonable, sino lógico: el antiguo terminal aéreo ya contaba con planificación de conexión directa a la Línea 4 del Metro de Lima desde el año 2010, según el Decreto Supremo N.° 059-2010-MTC. Esta línea, actualmente en ejecución, llegará al antiguo terminal en un plazo de dos a tres años, convirtiéndolo en un punto de acceso estratégico para los vuelos nacionales desde cualquier parte de Lima y Callao. A pesar de eso, el MTC rechazó la propuesta sin un de análisis global que incluyera el aeropuerto con el Metro de Lima en construcción.
El argumento oficial fue que el modelo de dos terminales no ofrecía “ventajas operacionales significativas” ni garantizaba mejoras concretas para el usuario. Sin embargo, esa afirmación fue desmentida por el propio organismo supervisor, Ositrán, que validó la viabilidad técnica de la propuesta. Su presidenta señaló públicamente que el contrato de concesión podía actualizarse y que, con los ajustes adecuados, era perfectamente posible utilizar ambos terminales de manera complementaria. Pese a ello, el Ministerio prefirió cerrarse a una opción que, vista desde la perspectiva ciudadana, resultaba más eficiente, más económica y más coherente con la infraestructura ya existente y en gestión.
La habilitación del antiguo terminal para vuelos nacionales permitiría distribuir de manera más eficiente los flujos de pasajeros, reducir la carga operativa del nuevo terminal y optimizar los tiempos de atención y embarque. Su ubicación estratégica, conectada al trazado de la futura Línea 4 del Metro de Lima, facilitaría el acceso desde distintos puntos de la ciudad y permitiría que una proporción significativa de viajeros utilice transporte público.
Para conectar ambos terminales, la solución es directa y conocida: un monorriel elevado. Esta tecnología, implementada en aeropuertos como el de Miami, Dallas, Shanghái o Frankfurt, permite unir terminales distantes en pocos minutos, de forma continua y segura. Una infraestructura así, unida al futuro acceso de la Línea 4 del Metro, daría lugar a un sistema intermodal de clase mundial. Los vuelos internacionales seguirían operando desde el nuevo terminal, mientras que los nacionales lo harían desde el antiguo, ahora con mejor conectividad y sin congestionar los servicios comunes.
Quienes defienden el modelo de “terminal único” sostienen que simplifica la logística. Pero esa idea pierde fuerza cuando el sistema no se articula con el transporte urbano ni ofrece alternativas reales al taxi o al vehículo privado. Si la Línea 4 llega al terminal antiguo, y la mayor masa de pasajeros son nacionales, ¿por qué no usarlo? ¿Qué lógica tiene impedir que una infraestructura en buen estado, con acceso ferroviario planificado, y adaptada a una demanda existente, siga funcionando?
No se trata de nostalgia, ni de oponerse al progreso. Se trata de aprovechar inteligentemente los recursos que ya tenemos, de no desperdiciar décadas de inversión, y de corregir decisiones que, a todas luces, perjudican al ciudadano. La modernidad no está en tener un solo terminal nuevo, sino en saber integrar lo viejo y lo nuevo en un sistema funcional y eficiente.