José Linares

-Artículo publicado en el Diario El peruano 05-01-2016-

Gustavo yamada y Leda Basombrío, en la publicación ¿Se puede reducir el hambre a la mitad en el Perú?, habían proyectado que el Perú cumpliría esta meta comprendida en los Objetivos del Milenio si y solo si la economía peruana mantuviera un ritmo de crecimiento anual de 7% entre 2005 y 2015. Pero a despecho del modelo econométrico, el Perú –felizmente– superó el reto.

No obstante, la situación continúa siendo desoladora para 2.3 millones de peruanos que siguen subalimentados, de acuerdo con el último informe de la FAO a 2015 titulado El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo. Si bien el Perú, desde 1992 a 2014, ha reducido su tasa de población subalimentada desde 31.6% a 7.5%, en términos de la población absoluta afectada por este flagelo, las cifras han pasado de 7 millones a 2.3 millones de personas en el mismo período, según el mismo documento.

Es decir, hemos hecho lo suficiente para superar la meta, pero aún nos encontramos a medio camino de sentar las bases reales del desarrollo nacional en el país. Lo mismo viene ocurriendo en otras latitudes. Se entiende, por ello, que José Graziano da Silva, director general de la FAO, haya dicho que “mejorar está bien, pero cuando hablamos de hambre, mejorar no es suficiente”.

Y no le falta razón. Según Unicef, hasta el 50% de la mortalidad infantil se origina, directa o indirectamente, por un pobre estado nutricional. Y quienes tienen la suerte de no estar incluidos en estas dramáticas estadísticas cargan con una pesada desventaja económica y social que los acompañará durante toda su vida. Una de las razones es que la desnutrición fetal –asociada a una pésima ingesta de nutrientes de la madre– afecta gravemente la arborización neuronal que empieza al poco tiempo de la concepción.

A este respecto, el informe estadístico de la FAO a 2014 titulado Food and nutrition in numbers ha reportado cifras muy preocupantes. Así, el citado documento menciona que en el período 1992-2014 la tasa de anemia en el Perú mejoró de 40% a 31% en el caso de madres embarazadas y, tal vez como efecto colateral, este índice solo haya disminuido de 55.6% a 47.3% en el caso de niños menores de 5 años de edad.

Súmese a ello que en estudios efectuados en niños con problemas de nutrición de diversas partes del mundo –incluido el Perú– muestran que la mala calidad del desayuno (y muchas veces el ayuno) afecta negativamente la memoria de corto plazo y la atención durante las clases. En respuesta a ello, muchos Estados han universalizado los programas de asistencia alimentaria.

El Perú se ha alineado con estos objetivos y ha venido mejorando igualmente en los indicadores de desnutrición crónica. Pero los resultados no son compartidos equitativamente por todas las zonas, regiones y localidades. Así, según el Plan Nacional para la Reducción de la Desnutrición Crónica Infantil (DCI) y la Prevención de la Anemia en el País 2014-2016, Lima redujo la incidencia de su DCI a más de la mitad (de 10.5% a 4.1%) durante el período 2007-2012, mientras que la sierra urbana se redujo un tercio (de 49.8% a 36.4%).

Ante estas aún dramáticas cifras es entendible que la actual administración insista en la necesidad de la continuidad de la ampliación y enfatización de las políticas alimentarias en curso. Después de todo, no solo están justificadas suficientemente por razones éticas y humanitarias, sino también por el hecho de que ninguna política para impulsar nuestro capital humano con fines de mejorar nuestra competitividad puede encontrar campo fértil en una población inadecuadamente alimentada.

Una buena educación puede incidir en la salud y una buena salud puede incidir, a su vez, en mayores capitalizaciones educativas. Siendo así, hay una natural tendencia a unificar diversas políticas sectoriales haciendo que la escuela sea un pívot de ellas.

Desde este enfoque multisectorial, cada vez se toma más en cuenta que el historial de salud de un niño no empieza con su nacimiento, sino desde la concepción misma. Por lo tanto, el derecho de ‘igualdad de oportunidades’ no solo alude al derecho de una educación gratuita de calidad para todos, sino además a la capacidad efectiva que tiene el beneficiario para capitalizar dicha educación.

Siendo así, las ofertas electorales deberían venir por el lado de proponer no solo escuelas más seguras –como ya algunos vienen demandando frente al crecimiento delictivo–, sino también más salubres y ‘más completas’. Téngase en cuenta que al inicio de 2015, según cifras proporcionadas por el propio Ministerio de Educación, solo el 41% de colegios públicos disponía de los servicios básicos completos. El reto no es fácil. Los candidatos tienen la palabra.

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