José Linares Gallo

En el Perú, las brechas de género siguen marcando profundamente el desarrollo de nuestras comunidades. A pesar de los avances legales y educativos, la realidad cotidiana para millones de mujeres, especialmente en zonas rurales, sigue siendo de limitaciones estructurales. La “doble jornada laboral”, que obliga a muchas mujeres a trabajar fuera de casa y luego asumir completamente las tareas del hogar y el cuidado de los hijos, limita directamente su productividad. Y con ella, se reduce también la capacidad productiva del Estado.

Uno de los factores más graves detrás de esta desigualdad es la llamada «penalidad por maternidad». Diversos estudios han demostrado que la maternidad implica una caída sustancial en los ingresos de las mujeres y un freno en sus trayectorias laborales; este desfase puede mantenerse por al menos diez años. En países como Estados Unidos o Alemania, las madres llegan a ganar hasta un 30% o 40% menos que sus pares sin hijos. En contextos como el peruano, donde no existen redes sólidas de cuidado ni garantías de reinserción educativa o laboral, los efectos son incluso más pronunciados.

La situación es particularmente dura para las adolescentes. El embarazo temprano es una de las principales causas de deserción escolar femenina. A ello se suman otras formas de violencia estructural, como los embarazos forzados, la falta de acceso a servicios básicos, o la normalización de los roles de género tradicionales. Según datos del Ministerio de Educación, cerca del 14% de las adolescentes que dejan el colegio lo hacen por razones familiares o de embarazo.

Lo vimos con claridad cuando dirigí el Instituto de Tecnología Von Braun. Gracias a Beca 18, recibimos jóvenes quechuahablantes de regiones como Cusco, Ayacucho, Apurímac y Huancavelica, quienes llegaron a Lima para estudiar la carrera de sistemas. Sabiendo que el idioma podía ser una barrera, implementamos clases bilingües en español y quechua actualizado con tecnología. El resultado mostró que la tasa de deserción se mantuvo en apenas un 3 %, frente al promedio nacional de alrededor del 30% en institutos tecnológicos. La principal causa de deserción fue la maternidad. Para atenderla, creamos una cuna comunitaria en el propio instituto con apoyo de las madres. Esta medida sencilla permitió que la mayoría de mujeres que participaron, pudiesen continuar sus estudios.

Esta experiencia nos demostró dos cosas. La primera: cuando el sistema se adapta a la realidad de las mujeres, especialmente de las mujeres de poblaciones originarias o rurales, la respuesta es positiva y el abandono se reduce drásticamente. La segunda: las mujeres no solo tienen la capacidad, sino también la disposición de participar activamente en procesos tecnológicos y educativos, siempre que se les brinde el entorno adecuado.

Esto lo constatamos desde 1996, cuando iniciamos nuestras primeras experiencias de robótica educativa en quechua. Al integrar a niñas quechuahablantes a procesos de construcción, programación y aprendizaje activo, vimos cómo incorporaban con rapidez conceptos complejos. La tecnología no les era ajena, simplemente, nadie antes se las había ofrecido en su lengua y con una metodología respetuosa de su contexto.

Sin embargo, las brechas persisten. En el Perú, las mujeres tienen menor acceso a carreras STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas), que son justamente las que ofrecen mayores ingresos y oportunidades; la SUNEDU reporta que en 2022 apenas el 25% del estudiantado en ingeniería eran mujeres. La situación es más crítica en carreras técnicas específicas como electrónica y automatización, que ese año tuvo una matrícula femenina de apenas 7%.

A ello se suma la preocupante cifra de mujeres jóvenes que no estudian ni trabajan (ninis). Según el INEI, en zonas rurales, las mujeres en condición de “ninis” triplican a los varones: un 31.1% frente al 11.2%. Y cuando se trata de pobreza extrema, las mujeres también aparecen en desventaja. En regiones altoandinas, las tasas de pobreza femenina son entre 6 y 10 puntos porcentuales superiores a las de los hombres. Además, se debe considerar que, en el Perú, existe una brecha salarial de aproximadamente 25% entre hombres y mujeres.

Todo esto se refleja también en los espacios de participación real de las mujeres en la sociedad. Por ejemplo, en el Perú, solo el 27% de los cargos políticos los ocupan mujeres, lo que limita una representación equitativa en las relaciones de poder del país.

Frente a esta realidad, la tecnología emerge como una herramienta clave para cerrar brechas y transformar oportunidades. Hoy, en la era digital, ya no es la fuerza física la que define la productividad, sino las capacidades técnicas e intelectuales, algo potenciado por la inteligencia artificial.

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