José Linares Gallo

El pasado 15 de junio, Lima vivió un temblor de magnitud 6.1 en la escala de Richter, cuyo epicentro fue registrado en el Callao. Este movimiento telúrico dejó una víctima mortal, un joven aplastado por una pared de material noble que colapsó, y generó daños estructurales en diversos puntos de la capital. Aunque no fue un terremoto de gran escala, el sismo bastó para revelar una peligrosa fragilidad: gran parte de nuestras edificaciones, tanto públicas como privadas, no están preparadas para resistir un evento sísmico mayor, como aparentemente es el caso del centro comercial Larcomar donde es preferible pecar por exceso por encontrarse en una zona vulnerable.

La mayoría de los daños se produjeron en construcciones informales, levantadas sin supervisión técnica ni normativa, en zonas con suelos poco estables y con materiales de baja calidad. Estas construcciones proliferan en un contexto de corrupción, ausencia de fiscalización y políticas permisivas. El Estado ha fallado en establecer una estrategia de ordenamiento urbano y prevención real desde hace décadas. Pero la informalidad no es el único problema: edificaciones construidas legalmente también evidenciaron fallas estructurales.

Según reportó la Dirección Regional de Educación de Lima, al menos 120 colegios públicos sufrieron afectaciones tras el sismo del 15 de junio. Solo en Lima Norte, 10 instituciones educativas optaron por suspender sus clases presenciales y pasar a la modalidad virtual. Esta situación no es nueva. Desde hace años se denuncia que más de mil escuelas públicas en todo el país corren riesgo de colapso ante un sismo. Lo más alarmante es que estas escuelas siguen funcionando, y lo hacen sin certificados de Defensa Civil, ya que, por ley, están exoneradas de dicha exigencia. Este absurdo normativo expone a millones de estudiantes y docentes a un peligro constante.

Tampoco el sector privado está exento de responsabilidad. Algunas universidades reconocidas por sus campus modernos también suspendieron clases presenciales luego del sismo, al detectar fisuras en sus infraestructuras. Es decir, ni la autoconstrucción artesanal ni la inversión privada garantizan seguridad estructural si no se priorizan estándares sísmicos adecuados y monitoreo permanente.

A esto se suma otro gran ausente: el sistema de alerta temprana. Desde hace años se viene anunciando su implementación, con promesas de que ofrecerá entre 8 y 25 segundos de advertencia antes de que se sienta un sismo. En el papel, debería enviarse una alerta a los celulares o activarse sirenas en zonas urbanas. Pero en los hechos, ni este ni los sismos anteriores activaron el sistema. Mientras países como México y Japón disponen de tecnologías que permiten de uno a dos minutos de anticipación, en Perú aún no logramos una cobertura mínima ni en la capital.

Esta carencia es inaceptable. Según el Instituto Geofísico del Perú (IGP), si un sismo como el de Pisco en 2007 (de magnitud 8.0 y 400 cm/s² de aceleración) ocurriera en Lima, la capital podría experimentar sacudidas de hasta 500 cm/s² y el Callao hasta 800 cm/s². Recordemos que, en Ica, ese evento dejó 595 fallecidos y más de 76 mil viviendas destruidas. Pero mientras Ica tenía entonces unos 700 mil habitantes, Lima y Callao albergan hoy a más de 10 millones. Un sismo de gran magnitud aquí podría cobrar cientos de miles de vidas.

Frente a este panorama, he propuesto en otras oportunidades una solución que se vuelve urgente: la implementación de un modelo educativo híbrido, que combine presencialidad y virtualidad en jornadas alternas. Esto permitiría utilizar únicamente aquellos locales escolares que hayan sido evaluados y reforzados estructuralmente, disminuyendo significativamente la exposición al riesgo de alumnos y docentes. Una educación híbrida bien organizada, con dos turnos presenciales de tres días y dos días virtuales a la semana, no solo protegería la vida de los estudiantes, sino que también mejora la calidad de la educación.

Pero esta transformación requiere liderazgo y decisión política. Debemos priorizar una reforma nacional que articule al Ministerio de Educación, Defensa Civil, gobiernos locales y al Colegio de Ingenieros, para diagnosticar, reforzar y, si es necesario, cerrar temporalmente escuelas en riesgo. El tiempo no juega a nuestro favor: seguimos acumulando energía sísmica desde 1974 y vivimos en una de las zonas más vulnerables del planeta.

Un país que ha soportado sismos devastadores no puede seguir improvisando. La vida de millones de personas depende de que se tomen decisiones firmes, basadas en evidencia, con visión de largo plazo. No estamos ante una amenaza hipotética. El sismo del 15 de junio ha sido una advertencia clara. La pregunta ya no es si ocurrirá un gran terremoto en Lima, sino cuándo; y ya sabemos que no estamos preparados para enfrentarlo.

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